CUENTO LAS MULETAS . FLAVIO HERRERA.

         


En una calle me topé con Alicia. Alicia es una miga de la infancia que hace quince años fue destinada por sus padres a Bélgica, para que terminara su educación en un convento. Alicia me reconoció en el acto, pero yo tuve un gesto de vacilación ante aquella muchacha espléndida que apenas recordaba a la niña angulosa y flacucha del pasado. Su primera pregunta fue: ¿Y tu hermano Manuel? Manuel fue mi hermano menor. Era condiscípulo de Alicia en un colegio mixto que había en nuestro barrio y murió hace diez años de una enfermedad que no recuerdo. Yo le respondí: ─ Manuel murió hace mucho tiempo, pero ¿todavía te recuerdas?

─Claro que lo recuerdo. Tenía una cara para no olvidarlo. Era cojito, ¿verdad? Sentí en el corazón un alfiler «era cojito, ¿verdad?, tenía una cara para no olvidarlo…» Sus palabras tenían no sé qué aliento piadoso y vejatorio que me hizo daño y odié a Alicia en aquel instante. Corté la plática con una tibia despedida y aparté de ella, resintiendo esa desolación inefable que me asalta con los recuerdos de Manuel. Cuando entré en mi casa, me fui recto al desván y corrí el pestillo. Iba como alucinado y febril. Con deseo de estar solo, de ponerme a recodar. Recordé también que en el desván estaba aquel baúl. Un baúl despintado y panzudo. Uno de esos baúles-mundo, en que mi madre tras la muerte de Manuel, en amorgo fetichismo fue guardando como reliquias las últimas ropas y los juguetes de su niño muerto. Muchas veces mi padre quiso abrir el baúl para quemar las ropas y repartir los juguetes a los chicos pobres de la vecindad; pero mi madre se oponía siempre con un vidriado de lágrimas en los ojos. Y allí estaba él arrinconado entre cachivaches; caviloso y ensimismado, la madera apolillada y el metal de las chapas carcomido por lepra de orín.

Yo quería abrir el baúl, ¿por qué las frase de Alicia me iluminarían esta decisión? Yo sospechaba que en el baúl… pero recordaba mal, estaba inseguro y sin embargo un sadismo sentimental me afirmaba el propósito de saborear tantos recuerdos teñidos de dolor.

Cuando cogí el baúl, sentí que algo se movía en su interior. No sé por qué pensé un instante que Manuel estaría adentro y que cuando lo abriera iba a ver su carita blanca crispada en la última mueca de sufrimiento, así como se quedó para siempre una mañana entre los brazos de mi madre; pero, ¿la llave? No tenía llave. ¿Quién la tendría? ¿Quién la habría guardado? ¿Mi madre acaso? Yo nunca oí hablar de ello, ni sabía que ella hubiera abierto el baúl en muchos años. El baúl estaba allí como una tumba inviolable. Como una arca que guardase un secreto y la cual nadie se habría atrevido a profanar. Era preciso hacer saltar la chapa. Me encontré con un cincel carcomido y desmilado. Lo introduje en una ranura de la tapa. La madera crujió en un crac de alarma, como si el baúl hubiera estado durmiendo y el cincel lo despertara. En esto oí pasos junto a la puerta. ¿Era mi madre a quien un sentido obscuro le avisara mi profanación? Me quedé esperando, quieto, contenido el aliento, pero, ¿de quién eran los pasos? Mi madre no subía al desván, porque su reuma le vedaba la escalera. ¿De quién eran los pasos? Yo conocía el ritmo enérgico de los pasos de mi padre. Yo conocía el ritmo presuroso de los pasos de la doncella. Los demás de la servidumbre eran descalzos, y estos eran unos pasos suaves, suntuoso, como con suelas de goma o marchando en un piso con aceite, leves, con alas… se diría…

Estaba junto a mí, pero lejanos, ¿ilusión?, ¿alucinación auditiva? Me zumbaban las sienes, pero no sentía miedo. ¿Por qué los niños muertos no dan miedo? Tuve un minuto de desaliento y el deseo de renuncia a la obra; y entonces las frase de Alicia sonaron otra vez en mi oído «era cojito, ¿verdad?». Yo tenía una duda, si estaba en el baúl la cosa que buscaba. Manuel en los últimos días ya no… De pronto mis manos obraron fuera de las ligas de la voluntad. Hice palanca con el cincel y saltó la tapa. Mis ojos no vieron lo que había enfrente sino una niebla gris salpicada de lucecitas que estallaban como bengalas microscópicas. Fue un segundo nada más. De la columna opaca me saltaron al rostro no sé qué cosas menudas y pegajosas. Eran ratones. Un olor a ratón, a vejez y a tristeza me picó el cerebro.

Después los ojos vieron…

Había paños pringosos que se deshilachaban en mis manos, entre oleadas de un tufo que es de nafta y pudrición. Removí los trapos y apareció un tamborcito en el cuerpo lastimosamente carcomido. Apareció un cornetín lleno de llaves, y recordé cuando Manuel tocaba, congregando a la chiquillada del barrio en una esquina para jugar a la guerra entre romanos y cartagineses. Después asomaron los soldados de plomo; había tantos, los había a docenas, despintados, torcidos, muchos decapitados; otros con la espada o el cañón del fusil roto o retorcido, y por fin, en el fondo, unas muletas – su muletas‒ tenían el cojín azul y tan vivo como nuevecito y el palo intacto, barnizado. Eran casi coquetas la muletas; con esa coquetería amarga y cavilosa que tienen las mortajas de lujo, los aparatos de ortopedia o de cirugía, y esa cosas con que en la vida se castigan las ignominias de la carne; pero las muletas de aspecto tan nuevecito en medio de aquella ruina de harapos y moho, sugerían no sé qué cosa absurda, como que si las hubieran usado un momento antes… como si Manuel.., y, sin embargo, sí recuerdo que en sus últimos tiempos ya el niño no las usaba. Pero las había usado. Alicia lo vio así… recodé. Un recuerdo juvenil actualizó su dolor en mi corazón… recordé: Alicia vivía frente a nuestra casa. Era angulosa y delgaducha, tenía una sonrisa triste de convaleciente y Manuel la esperaba en las mañanas y se le unía para irse junto al colegio. Atrás iba siempre la piadosa tutela de la niñera de Alicia, una niñera robusta y bonachona como esas suntuosas ceibas de los trópicos, cuya sombra cobija mil tallos enfermizos y endebles a los que la crudeza del sol les hace daño.

Un día castigaron a Manuel por remolón y desaplicado. Olvidaba sus ejercicios, y la nota de conducta mensual despertó en nuestra casa un escándalo sembrado de alarmas pueriles. Fui sospechoso de complicidad y se inició una pesquisa para indagar cómo dilapidábamos el tiempo. Pude justificar las notas del colegio, y probada mi inocencia, se me invistió en familia de funciones de detective para vigilar a Manuel. El chico se encerraba a escribir en nuestro cuarto, evadiendo mi compañía. Una vez le atrapé un papel violeta entre el cuaderno de ejercicios. Al sentirse descubierto me alargó el papel y me dijo: «Es esto», ¿qué era esto? Lo miré sin comprender y él azorado titubeándose con forzada sonrisa me dijo: ─ Era una carta para Alicia, la  estoy enamorando.

¿Por qué Manuel había reparado en  Alicia? ¿Por qué la eligió entre todas las condiscípulas? Alicia era insignificante, enfermiza, feúcha. Tenía muchas pecas. En el colegio ya los atisbos del instinto nos hacía reparar en la gracia de las otras chicas. Las había espléndidas en su insipidez, opulentas, jugosas como frutas. Pero Manuel era cojito. Era un niño guapo, pero, era «un cojito». ¿Lo acercaba a la niña fea el sentimiento de su incompletitud?, ¿el sentimiento de sus imperfecciones?, ¿la simpatía de sus mutuas deficiencias?, ¿el complejo de inferioridad como se dice ahora?...

Manuel recogió el papel sin dejarme leerlo, y luego con mueca de seriedad crónica agregó:

─ Esto, sólo entre los dos, no digas nada a papá.

‒ ¿Ni a mamá?, objeté insinuando una perfidia. –Ni a mamá, te lo prohíbo, ¿oyes? Te lo prohíbo. Si haces el chisme te quitaré los sellos que te di y también te daría un palo. Y con gesto de amenaza alzó su muleta. Yo le atrapé la muleta en el aire con risa de burla.

Manuel alzó la otra muleta. Se la atrapé a la vez; tiré con violencia y le arranqué ambas muletas de las manecitas, arrojándolas lejos. Manuel dio un grito de rabia. Se quedó apoyado en un pie, vacilante, la pierna enferma en garabato irónico. Lo vi dar un saltito y me pareció un insecto, un insecto acorralado, uno de esos grillos que perseguimos por los rincones. Lo vi ponerse lívido; por la carita le pasaba una nube de amargura, la desolación, y rompió a llorar, mientras intentaba alcanzarme a saltitos menudos. Entonces fue cuando cayó de bruces y se rompió la frente con la esquina de un mueble.

La amargura que sentí me aligeraba el dolor de los castigos. Me apartaron de Manuel muchos días. La primera vez que furtivamente entré en su cuarto, lo vi tendido en la cama, palidísimo y con un copo de algodón sujeto con una venda sobre la frente. Me miró muy largo, me miró sin rencor, con una desolación infinita que no le cabía su alma de niño.

─ Entra, me dijo, y me tendió la mano, sellando la reconciliación. Me acerqué tembloroso, contrito, cobarde. Le metí la cabeza en el hueco del hombro, y llorando balbuceé: ¿Me perdonas? Venderé mi colección de sellos para comprarte unas muletas nuevas. Me miró con un relámpago de ira y de despecho. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Sentí que temblaba y al fin el nudo de su voz pudo murmurar:

─ No las  necesito, ya no las quiero usar. Alicia no me quiso porque soy cojo─ y rompió a llorar con un sollozo extraño. Sentí que en ese instante Manuel había dejado de ser niño… para sufrir.

Ha pasado mucho tiempo. Manuel murió hace diez años. Yo lo veo en alguna encrucijada de la eternidad, apoyado en sus muletitas azules y esperando a Alicia que no lo quiso en vida; esperándola, por si en la muerte.

Fuente: Lecturas Básica I. Selección y notas del licenciado Víctor Manuel Portillo. Editorial Oscar de León Palacios. Guatemala, 1983.


                            Portada Fotografía 

               Maestro Oscar Eduardo Mendizabal


                                Transcripción 

                        Prof.  MYNOR BARRIOS.  


Comentarios

  1. Para ubicación de contexto, conviene anotar que el cuento "Las muletas" fue publicado por primera vez en la revista "Nosotras", número de enero 1933, que dirigía la poetisa Luz Valle. Posteriormente en revista "Tikal" (1951) y en dos compilaciones de 1960 y 1961, como se detalla a continuación:
    Herrera, Flavio; “Las muletas”. En: Echeverría, Amílcar (Compilador); Antología de la literatura guatemalteca : prosa y verso. Prólogo de M. Tulio González M. Guatemala : Editorial Savia, 1960. Páginas 173 a 177. Nota: cuento publicado originalmente en revista Nosotras, enero de 1933. Después en revista Revista Tikal (Tuncho Granados, editor), 1951, de la cual lo transcribió el Compilador Amílcar Echeverría, quien también lo incluyó en Antología del cuento clásico centroamericano : cinco cuentistas de cada país centroamericano. Biblioteca Guatemalteca de Cultura Popular, “15 de septiembre”. Volumen 50. Guatemala : Ministerio de Educación Pública, 1961. Páginas 39 a 46. Herrera señaló que formaría parte del libro de cuentos "7 mujeres y un niño" (1961) pero no fue así. Finalmente, en Diario de Centroamérica, edición del 13 de diciembre de 1961, página 2.

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